Thomas se despierta en un ascensor que asciende lentamente. Cuando la
caja se detiene y las puertas se abren, Thomas se ve en medio de un
grupo de chicos que le dan la bienvenida al Claro: un enorme espacio
abierto flanqueado por gigantescos muros de hormigón. Su mente está
totalmente en blanco. No tiene ni idea de dónde está, no sabe de dónde
viene y no puede recordar ni a sus padres, ni su pasado, ni siquiera su
propio nombre. Ni Thomas ni el resto de sus compañeros saben cómo ni por
qué han llegado al Claro. Solo saben que las gigantescas puertas de
hormigón que conducen al Laberinto se abren cada mañana. Que todas las
noches, con la puesta de sol, se vuelven a cerrar. Y que, cada treinta
días, un chico nuevo llega en el ascensor. El predecible comportamiento
del Laberinto hizo que la llegada de Thomas fuera esperada. Lo que no
era esperable es que la caja apareciera de nuevo, menos de una semana
después, portando a Teresa, la primera chica en llegar al Claro. Thomas
descubre que cada habitante del Claro tiene asignada una tarea, desde
trabajos de jardinería o construcción a ser uno de los corredores de
élite que elaboran el mapa de los muros del Laberinto que los mantiene
cautivos y cuya configuración cambia cada noche. Los Corredores del
Laberinto corren contrarreloj intentando cubrir el mayor terreno posible
antes de que acabe el día, cuando el Laberinto se cierra herméticamente
y los mortíferos laceradores biomecánicos deambulan por las galerías de
la gigantesca estructura de hormigón. Aun siendo un recién llegado o
“novato”, Thomas siente una inquietante familiaridad hacia el Claro y el
Laberinto. Hay algo profundamente guardado en su memoria que, de hecho,
puede ser la clave para resolver los misterios del Laberinto y, tal
vez, del mundo que se encuentra más allá.
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